miércoles, 13 de noviembre de 2013

Una de misantropía y orgullo


Comenzaba la melancolía que traía consigo el fin del verano, aunque no era sólo eso lo que determinaba mi tristeza. Los días con el sol en lo más alto, con los pájaros cantando cerca de mi ventana y aquellas dulces y a la vez estridentes voces de niños que penetraban en mis oídos habían cesado.
Aunque en realidad, había ya pasado tanto desde la última vez que recordaba haberme reído, que hasta mi boca lo había olvidado.
No me gustaba estar cerca de nadie, era una especie de misántropa que prefería un café sólo, que con la mejor leche que pudiese acompañarlo. Mi mundo era un refugio, plagado de banalidades. Ni siquiera quería que me rescatasen, ni que lo intentasen, estaba ya atrapada en un pozo donde no llegaría ni la cuerda más larga. Mi única compañía era mi propio yo, y aunque muy reservada, jamás me haría daño. O mejor dicho, podría hablar de un jamás volveré a hacerme mal. Lo que llevaba detrás de mí era un sinfín de ataduras y heridas que ni había conseguido desanudar ni desinfectar. Por mí mente corría constantemente la misma frase... el mismo pensamiento... y probablemente la misma secuencia.
¿Por qué me permití amarte? Ni siquiera mi piel tiene ya una respuesta, y mi corazón está tan marchitado que no sabría como rebatir. Es cierto que los cortes han desaparecido, que ya no queda ni rastro de aquellos moratones sobre mi clara piel ni de esos bultos en la espalda que prohibían mi paso. Pero de lo que queda dentro, tampoco permanece nada. Sólo mi amarescente carácter y un poco de orgullo que se atreve a emerger de vez en cuando. Eso no lo va a cambiar nadie, yo no decidí que la vida fuese dura conmigo, pero es ahora cuando yo  voy a decidir mis pasos, reconstruir mi propia vida, donde yo sea la única protagonista y donde el hombre más importante, también sea yo.